31 de mayo de 2015

Accidentes aéreos

© Francisca González Campos
Esta primavera la bisabuela ha cumplido noventa y siete años. Al final de capítulo 'Amor y Guerra' comenzó una nueva vida rumbo a Valladolid tras un peculiar 'doble casamiento'. Enlazamos la conversación de hoy con aquel momento.


- ¿Viviste mucho tiempo en Valladolid?
- Estuvimos menos de un mes. Antes de casarnos el bisabuelo Pepe ya había solicitado traslado a la Base Aérea de Tablada en Sevilla y el permiso no tardó en llegar. Nuestra primera casa en Sevilla fue en la calle Redes, en el centro de la ciudad.

- En Sevilla teníais el aliciente de estar más cerca de vuestras respectivas familias, ambas en Huelva.
- Claro. Y en Sevilla pude cumplir la promesa que le hice a mi hermana: que se vendría a vivir con nosotros cuando regresáramos de Valladolid. Al principio, tuvimos una época de idas y venidas, sobre todo con cursos que Pepe tenía que hacer fuera. Entonces, mientras no estábamos en Sevilla, mi hermana volvía de nuevo a Huelva, con mi padre.

- ¿Tardaron en llegar los hijos?
- Enseguida me quedé embarazada y, en estado, me fui varios meses con el bisabuelo a Salamanca. Para que yo pudiera hacer el trayecto en avión, Pepe pidió permiso al teniente coronel -que era primo del entonces príncipe Juan Carlos- y éste accedió de buen grado. Fue muy amable y educado conmigo; durante el trayecto, vino varias veces a preguntarme si me encontraba bien… Por cierto, fui la primera mujer que viajó en un avión militar en España una vez finalizada la guerra civil.

- ¿A qué fuisteis a Salamanca?
- El bisabuelo tenía que hacer unos cursos de vuelo sin visibilidad en el aeródromo de Matacán y quería que le acompañase porque iban a durar unos meses.

- ¿Por qué se llamaban vuelos sin visibilidad?
- Porque los pilotos no podían guiarse más que por las coordenadas que les iban dando desde los controles de tierra. Tanto los pilotos como los radiotelegrafistas -como el bisabuelo-, necesitaban formarse y entrenarse.

- Debían ser maniobras peligrosas.
- Y tanto. Ya en el mismo curso casi hubo un accidente. En pleno vuelo, Pepe se dio cuenta de que el piloto se estaba desviando erróneamente hacia el océano, en dirección a Portugal. Quedaba poco combustible y, como pudo, ayudó al piloto a redirigir la posición del avión y aterrizar con el depósito prácticamente vacío.

- Fuiste a Salamanca embarazada. ¿Diste allí a luz?
- Aquella vez no. Mi hijo Pepe nació en Huelva, en la casa de mi suegra Frasquita. Ella hizo las veces de mi madre, una vez que ésta falleció. Decía que mi segunda madre no era mi madrastra, sino ella. Y como tal, lo dispuso todo para que su nieto naciera en su casa. La canastilla de mi bebé la hice yo a mano: las fajitas para el ombligo, los pañales, las camisitas, las bayetas de franela y los faldones. Cuando llegó el momento del parto, el bisabuelo se encontraba trabajando en Sevilla, así que tuvo que ser mi suegro José el que fuera corriendo a buscar a la matrona. El parto fue rápido y el niño nació sano. Inmediatamente Frasquita 'puso conferencia' a Sevilla para decirle a su hijo que ya era padre. Fue la época en que vivimos en Sevilla, en la calle Redes.

- Entonces vivisteis primero en Sevilla, luego en Salamanca y de nuevo volvisteis a Sevilla.
- Así es. La segunda vez, la casa de Sevilla estaba en la calle Jáuregui, en la Puerta Osario. Allí nació Mercedes, la segunda de mis hijos. Pasó el tiempo y el bisabuelo siguió con su carrera de radiotelegrafista, haciendo los cursos que le iban exigiendo. Cuando Mercedes tenía tres años, Pepe fue una mañana a trabajar a Madrid y me llevé tres días sin saber nada de él. Su hermano Juan, que estaba de jefe en el aeropuerto de San Pablo, se fue en avión a Madrid para ver qué había pasado.

- ¿Y qué había pasado?
- Aquel día, el avión de Pepe tenía que traer a Sevilla una carga de ruedas para los talleres mecánicos de Tablada. Cuando despegó, llevaba tanto peso que no pudo alcanzar altura y cayó hacia atrás hasta chocar en tierra. Los bomberos en seguida evitaron males mayores, pero al bisabuelo le cayó en la pierna un motor que le rompió la tibia y el peroné. Fue una lesión grave: la pierna sólo se quedó unida por los tendones.

- ¿Y te fuiste a Madrid con él?
- Por supuesto, y me llevé a mi hija Mercedes pequeñita. En el hospital de las Hermanas de la Caridad los acompañantes no podían quedarse más de dos meses. Pero la estancia se prolongó porque el pie del bisabuelo soldó mal y se lo tuvieron que separar de nuevo... Fue terrible. Pepe no quería que nadie lo lavara más que yo, así que me tuve que congraciar con las monjas tejiéndoles chalecos, cosiendo banderas, limpiando la plata y cantando en el coro. Fue así como pude quedarme con él.

- ¿Cuánto tiempo estuvo ingresado?
- Unos seis meses: el accidente fue en septiembre y estuvo hospitalizado hasta abril. Yo me volví a Sevilla algo antes. Cogí un tren y le hice prometer que volvería también en tren y no en avión. Cuando le dieron el alta no estaba completamente recuperado: estaba escayolado hasta la rodilla y caminaba con dos bastones.

- Supongo que trabajando para el ejército del aire sería difícil tenerle alejado de los aviones.
- Difícil o más bien imposible. El día que salió del hospital, unos compañeros trataron de convencerle para volver a Sevilla de la forma más rápida. Le dijeron: "Pepe, en tren son muchas horas y en avión es más o menos una. Tu pierna no está para un viaje tan largo". Y al final él les hizo caso. Todo iba bien pero, habiendo sobrevolado ya Granada, hubo una avería en los controles del avión y el comandante dijo a la tripulación que preparan los paracaídas porque no sabía lo que podría pasar. El miedo se contagió a bordo. Pepe pedía a unos y a otros que le ayudaran, pero era en vano. Todos se precipitaron a ponerse el equipo y a saltar fuera. Llegando a la altura de Lora del Río, sólo quedaban el piloto y un compañero a punto de tirarse. Pepe se interpuso entre él y la puerta y le dijo: "No te dejo salir de aquí hasta que no me ayudes a saltar". Así que al fin, con la ayuda de aquel hombre, logró escapar de aquel avión averiado. Sin embargo, una vez en caída libre, al tirar del cordón, el paracaídas no se abrió; tiró con desesperación una y otra vez hasta que se dio cuenta de que se había equivocado de cuerda. Mientras el cuerpo giraba en el aire logró al fin encontrar del cordón correcto y desplegar el paracaídas a tiempo. Sin embargo, esa lucha en el aire le impidió dirigir la zona de aterrizaje, cayendo en la menos indicada: en la orilla del río Guadalquivir. Aquel año fue muy lluvioso y el rio llevaba tanto caudal que hasta la misma ciudad de Sevilla se inundó. El peso de la escayola de la pierna no le permitía alejarse de la orilla y por un momento creyó que la corriente lo arrastraría. Después de tanta lucha y tanto estrés, sintió tal impotencia que se derrumbó y se echó a llorar. Y así lo encontró la guardia civil, que inmediatamente lo llevó al hospital militar de Sevilla.

- ¿Y qué pasó con el avión? ¿Se estrelló?
- Fíjate cómo es a veces la vida, que el comandante, que fue el único que se quedó a bordo, logró dominarlo y finalmente aterrizó bien. ¿Qué hubiera pasado si nadie hubiera ayudado al bisabuelo a tirarse del avión? Quizá se hubiera evitado tanto peligro y sufrimiento. Pero en aquel momento su destino se jugó a cara o cruz y tuvo que elegir.

- ¿Cómo reaccionaste al saber que no había vuelto en tren?
- Aquel día yo tenía a Mercedes con neumonía en la cama. Llegó a casa mi cuñado Juan muy serio y me dijo: "Tienes que venirte conmigo". Yo le respondí que no era posible, que tenía a niña mala. Pero él dijo tajante: "Lo siento. Tienes que venir. Y no te puedo decir nada más". Recuerdo el camino al hospital, el silencio, la cara de Juan... Cuando vi a Pepe, no pude reprocharle nada. Lloraba sin parar diciendo: "¿Qué va a ser de nosotros?" Yo le contesté: "Hay que vivir y sacar a los niños adelante". Por suerte la pierna no se le rompió de nuevo. Y como tenía mucha de fuerza de voluntad y no quería tener cojera, en cuanto le quitaron la escayola no paró de hacer ejercicio; de hecho, iba siempre en bicicleta a Tablada. Y al final logró caminar sin que apenas se notara nada.

- ¿Volvisteis alguna vez más a Valladolid o a Salamanca?
- Volvimos una vez más a Salamanca. En aquel entonces teníamos ya a Pepe y a Mercedes. Nuestro tercer hijo, Juan, nació allí el día de Todos los Santos. Con Juan me quedé sin leche con que amamantarlo y además, enfermó del pecho. Pedí entonces a Pepe que me llevara a Alba de Tormes, que estaba a unos treinta kilómetros.

- ¿Cuál era el objetivo de ese viaje?
- Visitar la Basílica de Santa Teresa para rezarle y ofrecer mi niño a Dios. Esto lo he hecho con todos mis hijos. Bien en una capilla o en una catedral he puesto a mi bebé en el suelo, ante el altar, y he pedido por él... Por cierto, ¿sabes cómo fuimos aquel día a Alba de Tormes? ¡En moto! Sí, en moto y con el bebé en brazos.

- Sinceramente no sé si eso es más o menos peligroso que los vuelos sin visibilidad.
- Fíjate que, a la vuelta, la moto se averió; así que tuvimos que dejarla a un lado y terminar el camino andando. Quién sabe si aquello fue por mano divina.

- ¿Y dónde dejasteis aquel día a los otros dos hijos?
- En la casa de la familia donde nos alojábamos. Les arrendábamos la habitación, pero luego hacíamos vida en común. Aquella señora, a la que yo le decía 'abuela', me enseñó muchas recetas de cocina. Un día estaba yo haciendo un guiso de 'patatas en paseo' y una visita no paró de preguntar a la familia que qué era lo que olía tan bien. Y eran unas sencillas patatas guisadas sin carne, pero eso sí, con su buen majado y su vino.

- ¿Cuántos hijos tuvisteis?
- Cinco. Los dos últimos, Cinta y Lolo, nacieron cuando regresamos por última vez a Sevilla. Vivimos entonces en San Juan de Aznalfarache, un pueblo que queda muy cerca de la capital, cruzando el Guadalquivir. Recuerdo que estaban los dos pequeños con varicela y que su padre salió en la moto temprano a comprarles penicilina. Luego se marchó porque lo habían llamado del cuartel: Tenía que revisar las radios de los aviones porque al día siguiente iban a salir de maniobras. Cuando había maniobras, yo miraba al cielo y contaba los aviones que iban y los que regresaban. Así podía adivinar si todo había ido más o menos bien. Aquel día, anocheciendo vino a casa mi cuñado Juan y me pidió que le acompañara. Parecía que la historia se repetía: tenía a los niños malitos en cama y de nuevo él insistía en que no tenía más remedio que ir con él. Aquella vez supe que no tenía que preguntar nada. Y aquella vez supe que no habría más veces. Esta vez el golpe fue en la cabeza. No podía moverse, pero cuando me acerqué sus ojos se llenaron de lágrimas... Y al poco, todo terminó y comenzó el capítulo más triste de mi vida. No fue nada fácil aceptar la realidad y pasé mucho tiempo con mi luto, encerrada en mí misma. Mi hija Mercedes, con tan solo nueve años, me ayudó a cuidar de sus hermanos como si fuera una 'mujercita'. No me quedó más remedio que 'vivir y sacar a mis cinco hijos adelante', justo lo que le dije a Pepe que haríamos aquel día que me preguntó entre lágrimas que qué sería de nosotros.

Pero no quiero terminar el capítulo de hoy con tristeza. Me siento en paz con la vida, que me ha dado muchos motivos para seguir luchando hasta el día de hoy. A mis noventa y siete años todos estos recuerdos forman mi mayor tesoro y me reconforta poderlos compartir con mis bisnietos, mis nietos, mis hijos y contigo, que estás leyéndome y, de alguna manera, escuchándome.

© Francisca González Campos
© Selene Garrido Guil

8 de febrero de 2015

Amor y guerra

© Francisca González Campos
Los inviernos traen a la bisabuela serios catarros. Tras un sustillo, ya la tenemos de nuevo en casa, con ganas de seguir hablándonos de su pasado. Hoy nos va a contar cómo eran los noviazgos en tiempos de guerra civil en España. Y también, cómo se casó dos veces y... ¡en el mismo día!


- ¿Cuándo conociste al bisabuelo?
- Yo tenía doce años y él, catorce. Yo aún llevaba calcetines y él, pantalón corto.

- Los calcetines y el pantalón corto significan que aún erais niños...
- Claro: cuando la mujer ya se ponía 'vestida de largo', dejaba los calcetines y usaba medias. Y sólo los niños llevaban pantalón corto; los mayores no.

- ¿Dónde vivías entonces?
- Vivía con mis padres y mis hermanos en Huelva, en la calle Miguel Redondo. Mi madre ya había tenido el accidente* y nos habíamos mudado a casa de mi tía Rita, su hermana. Cuidar a mi madre me estaba suponiendo mucho esfuerzo: ella cada vez se iba quedando más incapacitada y lavarla, vestirla, ponerla a andar o cambiar de lugar su sillón me provocó un ‘desate de sangre’.

*(Sobre el accidente de madre Manuela, consultar capítulo Aprenciendo a cocinar)

- ¿Qué quiere decir un ‘desate’?
- Que el ciclo venía más seguido de lo conveniente. Entonces fui a don José Quintero a explicarle lo que me ocurría y me dijo: "No te asustes; estas cosas suelen pasar, estas cargando con demasiado peso. Vete a casa y dile a tu padre que venga y que hable conmigo". Mi padre volvió del médico con una receta y me mandó, con mi prima Eduarda, a por las medicinas.

- Estabas casi siempre con tus primas, ¿verdad?
- Sí, yo las quería mucho. En aquel entonces, eran mis únicas amigas. Luego, también lo fueron las hermanas de mi marido.

- Sigamos con la historia. Ibas entonces con tu prima…
- Eso es: Íbamos a buscar las medicinas para mí y, en la calle Concepción, pasamos por delante de un 'refino': una tienda de tejidos, que aquel día tenía una cortina echada en el escaparate. La cortina tenía un agujero y las dos, llenas de curiosidad, nos asomamos por él. Entonces vimos a un chiquillo que a mí me llamó mucho la atención; me pareció muy lindo. Después, nos fuimos, riéndonos, a seguir con nuestros mandados.

- ¿Y él te vio?
- No lo sé, pero yo creo que ya me había visto antes. El caso es que, al día siguiente, nos mandaron a comprar café a un almacén de la calle Puerto donde lo tostaban al peso. Te llevabas, por ejemplo, un kilo -o medio kilo- calentito y ya lo molías en casa. Mi prima y yo comprábamos poca cantidad y así teníamos la excusa de salir, sin que estuviera mal visto. Aquel día, una vez comprado el café, íbamos de nuevo por la calle Concepción y, frente al refino, vimos a un grupo de chavales tomando algo. Yo le dije a mi prima: "Mira, Eduarda, el chiquillo del escaparate está ahí". Entones, para sorpresa nuestra, se levantó y empezó a seguirnos sin decir nada. Las dos nos mirábamos, preguntándonos: "¿Qué querrá este muchacho?".

- ¿Os siguió así, sin más?
- Nos seguía a cierta distancia, con disimulo, pero nosotras nos dimos cuenta. Y, justo cuando llegamos a la casa de mi tía, antes de entrar, se adelantó y se interpuso en la puerta. "Quiero ser tu amigo", me dijo. Yo, nerviosa y con la cara subida de colores, le pregunté: "¿Y cómo es eso?" A lo que respondió: "Si tu quieres, vendré a verte todos los días, al salir de trabajar". Y así hizo.

- ¿Y qué dijeron tus padres?
- Al principio sólo se lo dije a mi madre, porque a ella se lo contaba todo. Le conté que se llamaba Pepe, que era de los Guil de Huelva y que los dueños del refino lo querían mucho porque era muy trabajador y responsable. Ella aún podía hablar, mal pero se le entendía. Me dijo que quería verle. Cuando él se enteró, respondió muy resuelto: "¡Ahora mismo! No tengo ningún inconveniente". Entonces, con permiso de mi madre, abrí el portón. Él se quedó de pie en la entrada, en silencio. Ella, desde su sillón, lo miró durante unos minutos, tras los cuales asintió y me hizo un gesto con la mano para que cerrara de nuevo. Y fue así, sin mediar palabras, cómo mi madre dio su visto bueno. Pepe venía todas las tardes en bicicleta, estaba un ratito hablando conmigo en la puerta y, luego, se iba a su casa. En aquellos tiempos los noviazgos eran así, sin apenas pasear y guardando las distancias y el respeto.

- ¿Cómo se enteró tu padre?
- Al morir mi madre, nos fuimos a vivir a la calle Alfonso XII con la tía Paulina y sus hijas, Eduarda y Carmela. Recuerdo que la disposición de las casas era algo especial, porque había que entrar por el piso de ellas para llegar al nuestro. El caso es que, el primer día, nada más llegar, mi tía le dijo a mi padre: "Juan, tenemos un problema; hay que hablar". Mi padre, preocupado, le preguntó qué ocurría. Y ella le dijo: "La niña tiene novio". Mi padre no se esperaba aquello y no quiso seguir hablando del tema. Pero mi tía insistió: "Su madre, antes de morir, conoció al muchacho y consintió que se hablaran; así que tienes que ceder". Entonces mi padre, más bien contrariado, tuvo que aceptarlo, aunque puso una condición: que nos viéramos siempre en el escalón de la calle. Mi prima Eduarda, que era mayor que yo, ya le hablaba a otro muchacho y se ponía con él, cerca de nosotros, junto a una reja. Cuando veíamos llegar a mi padre, rápidamente yo me metía dentro de la casa y Pepe se iba calle abajo para darle tiempo a entrar sin que se tuvieran, ni siquiera, que mirar.

- ¿Estuvisteis mucho tiempo así?
- No mucho porque pronto comenzó la guerra civil. Un día estábamos en la puerta de la casa y empezaron a sonar disparos. Pepe se fue rápido, en la bici, a buscar a su madre. Mi padre salió para decirle que entrara, pero él ya se había ido. Entonces me dijo: "¿Pero cómo no has hecho entrar al muchacho?" Aquello lo entendimos como una cierta simpatía por él y debió ser así porque, desde entonces, ya se daban las buenas noches. Pepe le llevaba a su madre todas labores que yo bordaba para mi ajuar, para que supiera lo mucho que yo valía. Pero, como te digo, todo esto no duró demasiado porque, con dieciséis años, lo hicieron soldado para la guerra. Sus hermanos, Juan y Tomás, eran aviadores y, con ellos, se fue a Sevilla, al cuartel de Tablada. Él iba ilusionado porque le gustaba volar.

- ¿Os escribíais durante la guerra?
- Nos escribimos muchas cartas. Yo tenía miedo de perderle y recé todos los días a Santa Rita. Todavía me parece increíble que ni a él ni a sus cuatro hermanos (Fernando, Tomas, Juan y Ramón) les pasara nada, ni siquiera a los dos que volaban.

- ¿Y qué pasó a la vuelta de la guerra?
- Dicen que cuando va a ocurrir algo importante, las santas suelen mandar alguna señal a quien les reza. Casi terminando la guerra, volvía yo de comprar y una vecina, a la que conocía de vista, me llamó, desde la puerta de su casa, para presentarse formalmente. Me invitó a entrar para conocer a su madre y me enseñó su patio lleno de rosales en flor. Al finalizar la visita, me regaló un ramo de aquellas rosas para que lo pusiera en mi comedor. Pensé entonces que igual sería una señal de la santa y le dije a mi prima: "Eduarda, ¿vamos a esperar el tren?" Pedimos permiso a mi tía y fuimos corriendo a la estación, que estaba a dos pasos de la calle Alfonso XII. Mientras estábamos en el andén yo le decía: "Mira que si viniera Pepe en ese tren…". Y ella me respondía: "¡Ay… Qué fantasiosa! ¡Si ni siquiera te ha mandado un telegrama!" En esas estábamos cuando el tren hizo su entrada y, justo por la mitad del convoy, vi asomada una cara sonriente haciéndome señas con la mano: ¡era él!

- Una vez finalizada la guerra, ¿Pepe siguió trabajando en la tienda de telas?
- No. Los soldados podían elegir entre reengancharse al ejército o volver a su casa. Él eligió formarse como radiotelegrafista en la academia militar. A los que se quedaban en las tropas, primeramente les enseñaban a leer, a escribir y a contar. Él no lo necesitó porque ya lo había aprendido en el refino. Para estudiar lo mandaron de Sevilla a Granada, de ahí a Extremadura y finalmente a Valladolid. En ese tiempo, que fueron tres o cuatro años, no nos vimos, sólo nos escribimos. Cuando se graduó y sacó su plaza de radiotelegrafista en vuelo, ya con su primer sueldo, me escribió pidiéndome que me casara con él. Me decía que no podíamos seguir viviendo separados por distintas tierras y que, si yo estaba de acuerdo, pediría permiso a mi padre. Así que, con 22 años yo y con 24 él, decidimos casarnos.

- ¿Pepe volvió entonces a vivir a Huelva?
- No. Solicitó un mes de permiso para volver a Huelva, celebrar la boda y llevarme con él. Me pidió que tuviera todo preparado, hasta las maletas, para que nos casáramos nada más llegar y poder marcharnos en seguida.

- ¿Qué preparativos hiciste?
- Fui a la iglesia de la Concepción y hablé con el cura. Hice las amonestaciones y la toma de dichos sin él, porque estaba en Valladolid. Mi padre me acompañó a todo. Yo ya tenía el ajuar terminado.

- ¿Qué llevaba tu ajuar?
- Muchas cosas bordadas para empezar mi nueva vida: sábanas, colchas, manteles, servilletas, toallas y ropa a estrenar.

- ¿Cómo fue vuestra boda?
- Fue por la mañana y dimos un desayuno. Hubo muchos invitados porque mi madrastra y mi padre tenían sus compromisos y la familia de Pepe también. Contratamos un taxi -de los dos o tres que solamente había en Huelva-. El conductor era Paco Isidro, un cantaor de flamenco muy conocido por sus fandangos. Fue muy amable y nos llevó a todas partes hasta el final del día. Pepe llegó en camioneta desde Valladolid la noche antes. Fue a la boda vestido de militar. Mi traje no fue blanco porque había hecho la promesa de que, si no le pasaba nada a los míos en la guerra, me casaría con el hábito de santa Rita.

- ¿Es un hábito de penitencia?
- Sí. Llevaba una falda larga, negra, amplia y fruncida al talle. Por arriba tenía una blusa, también negra y amplia, que llegaba hasta las caderas y que se amarraba a la cintura con una correa negra de cuero. De ese cinturón caía, por delante, otra correa larga. En la cabeza, me puse una pamela de paja pequeña, con un lazo negro y un velo pequeño y oscuro delante de los ojos. El traje me lo hizo mi tía y quedó muy bonito. Ella le añadió unos vivos en color plata para hacerlo más alegre. Así iba yo, con un ramo de flores naturales en la mano.

- ¿Adónde os fuisteis tras casaros?
- Nada más acabar la boda, Paco Isidro nos llevó en su coche a recoger nuestras maletas. Primero fuimos a casa de Pepe. De rodillas, recibimos la bendición de sus padres. Luego fuimos a mi casa. Antes de irme, mi hermana Mercedes se echó a llorar, diciéndome: "Si te vas, me quedo sola…". Yo la abracé y le prometí que, en cuanto encontráramos una casa en Sevilla, se vendría a vivir con nosotros. 'Mi Pepe' estuvo de acuerdo porque la quería mucho, ya que la había tratado desde niña. Y no tardamos en cumplir la promesa. De hecho, Mercedes estuvo viviendo con nosotros hasta que 'la casé'.

- ¿Entonces os fuisteis a vivir a Sevilla?
- No. Primero teníamos que volver a Valladolid pero, aprovechando el permiso de un mes que traía Pepe, paramos en Sevilla y en Madrid para hacer un poco de turismo. Todo lo que vi me pareció muy hermoso. Recuerdo con mucho cariño los paseos en barquita por el río Pisuerga. Fue una época bonita y feliz. Al llegar a Valladolid, Pepe solicitó traslado para los cuarteles de Tablada, en Sevilla y ahí empieza un nuevo capítulo de mi vida. Por cierto, no te he contado que me casé dos veces.

- ¿¡Dos veces!?
- Sí, y en el mismo día. Verás: cuando acabó el casamiento y recibimos las bendiciones, fuimos a casa de mi padre a recoger mi maleta. Allí encontré una nota del cura de El Corazón de Jesús, que decía que nuestro matrimonio no era válido, que nos habíamos casado ‘a espaldas de la Iglesia’. Rápidamente nos fuimos en taxi a ver a aquel cura. Pepe le dijo: "Padre, ¿cómo es eso de que no estamos casados?" El cura dijo que no aceptaba ese matrimonio porque yo no había vivido siempre en Alfonso XII y que había elegido la Concepción, que no era la iglesia que me correspondía. Por más que intentábamos explicarle, el hombre no entraba en razón. Así que Pepe, con muy buen humor, concluyó: "Padre, si es cuestión de lo que me figuro, le pago ahora mismo y nos casa de nuevo, que prefiero estar casado dos veces que ninguna". Y así fue.

© Francisca González Campos
© Selene Garrido Guil

7 de diciembre de 2014

Mi nacimiento

© Francisca González Campos
Retomando la conversación acerca de su padre, hoy vamos a hablar del tiempo en que la bisabuela estuvo viviendo, de pequeña, en varios pueblos de Cádiz. También sobre el nacimiento de ella y sus dos hermanos.


- ¿Por dónde quieres que empecemos?
- Por la boda de mis padres.

- ¿Dónde se casaron?
- Se casaron en Huelva. Según me dijeron ellos, fue una boda bonita pero sencilla, porque estaban de luto: se había muerto el padre de mi padre.

- ¿Dónde vivieron entonces?
- Primero se fueron a la calle La Fuente de Huelva. Cuando yo daba ya mis primeros pasos, nos trasladamos a Arcos de la Frontera, en la provincia de Cádiz. Mi padre encontró allí trabajo para arreglar autobuses. En aquellos pueblos gaditanos, ese era el único medio de transporte porque no había ni trenes ni taxis. Primero nos alojamos en un hotel que daba a una plaza. Desde el piso más alto se podía ver la lejanía, porque Arcos está situado en la cima de una montaña. Es un pueblo precioso.

- ¿Estuvisteis mucho tiempo en aquel hotel?
- Sólo hasta que encontramos una casa. Pertenecía a unos marqueses que se habían marchado del pueblo pero que habían dejado viviendo allí a un matrimonio para que la cuidara. Eran los caseros. Estaba en la calle de la Corredera. Había un escudo en la fachada, un patio a la entrada, puertas de hierro forjado, un pozo, un tragaluz y caballerizas. ¿Tú sabes que allí había fantasmas?

- ¿Fantasmas? ¿En la casa o en el pueblo?
- En el pueblo. Verás: antiguamente a las doce de la noche, toda la gente de Arcos tenía que estar recogida en sus casas. Había unas personas que se vestían con una túnica blanca y una capucha, también blanca, terminada en punta caída hacia atrás, que cubría la cara menos los ojos (como esas del Ku Klux Klan). Salían de noche y llevaban antorchas y campanillas. La gente les tenía miedo y ponía sal en la puerta de su casa, para que no pasaran por allí esos ‘fantasmas’.

- Allí vivíais con tu abuela, aquella que ejercía de ama de llaves. ¿Era cariñosa contigo?
- Mi abuela Francisca era muy estricta. Una vez, mi madre salió a comprar telas con una amiga y, mientras, yo me quedé en casa de esa amiga, a jugar con su hija. Al cabo de poco, mi abuela mandó a la criada para que me llevara de regreso a casa. Yo me negué porque quería esperar allí a mi madre. Entonces la abuela hizo volver a la criada para llevarme obligada. Llegué a mi casa lloriqueando, sin poder imaginar la desagradable sorpresa que me esperaba: había en el suelo, ante la puerta, una nutria muerta que el casero había cazado. Mi abuela me dijo que, por ser desobediente, tenía que pasar por encima del animal. Yo miraba con terror aquello, sin saber qué era, de hecho pensaba que era un perro. Y por más que lloré y pataleé, tuve que hacerlo. Cuando mi madre llegó a casa me encontró llorando sin consuelo. Y cuando intentó reprocharle a la abuela lo que había hecho, ella no mostró ni un atisbo de arrepentimiento porque pensaba que me lo merecía. Mi madre tuvo que callarse, ya que mi abuela tenía más poder en casa que ella.

- ¿En qué otros pueblos de Cádiz vivisteis?
- En Villamartín, en Bornos y en Ubrique. En Arcos vivimos tres veces, aunque en casas diferentes. Cuando a mi padre le llegaba un telegrama reclamándolo para trabajar en un lado o en otro, hacíamos las maletas y toda la familia nos íbamos con él. La última vez que estuvimos en Arcos ya había nacido mi hermana Mercedes y yo tendría cinco o seis años.

- ¿Dónde nació Mercedes?
- Ella nació en Huelva, en el paseo de Chocolate. Yo me llevo dos años con mi hermano Domingo y él, dos años con ella.

- ¿Y dónde nació Domingo?
- En Villamartín, que fue el siguiente pueblo de Cádiz al que nos fuimos a vivir después de Arcos de la Frontera. Mi madre se quedó embarazada de él allí y allí lo tuvo. Era rubio y con ojos azules, como mi padre y como yo. Sin embargo, Mercedes nació muy morena, como mi madre. Mi padre se burlaba de ella diciéndole: "Yo no soy tu padre; tu padre es Juanillo el gitano".

- ¿Y existía 'Juanillo el gitano'?
- Juan era un gitano que vivía con su mujer en Arcos de la Frontera. Mi padre le compraba muchas herramientas. Hacía negocios con otros gitanos, de los errantes que llegaban al pueblo.

- ¿Qué tipo de negocios hacían los gitanos en aquel entonces?
- Vivían, sobre todo, de los caballos. Tengo buenos recuerdos de los gitanos que venían a Villamartín una vez al año. Llegaban en verano, en carros, y cuando apretaba mucho el frío, se marchaban a otros pueblos. Dormían a la intemperie, sobre colchonetas que echaban al suelo. Hacían hogueras y guisaban sobre trébedes. Cazaban conejos, que había muchos por aquella sierra. Y cogían fruta... Un poco a libre albedrío. Mis amigas y yo nos poníamos muy contentas cuando llegaban. Decíamos: "¡Ya han llegado los zíngaros!".

- ¿Qué tenían de especial los zíngaros?
- Alegraban en pueblo. Cantaban, bailaban y rezaban a la virgen. No me cansaba de observarlos. Les gustaba arreglarse y adornarse. Las muchachas solteras se ponían una especie de corona con medallas por la frente y flores del campo en el pelo. Llevaban medallas colgadas del cuello y también pulseras. Para congraciarnos con ellos, les llevábamos castañas y bellotas, y se ponían muy contentos.

- Si en Villamartín nació tu hermano, al llegar allí, tendrías unos dos años.
- Más o menos. Mis padres me pusieron en el colegio de las Hermanas de la Caridad y, el día de La Milagrosa, salí en la procesión, sentada junto a la virgen, vestida de angelito con varias niñas de igual guisa que yo. En Villamartín tenía muchas amigas con las que pasaba mucho tiempo. Jugábamos a la rueda, todas cogidas de la mano, y nos gustaba cantar. Fue una época muy bonita. Se hacían dos matanzas al año.

- ¿En qué consistía una matanza?
- Una matanza era casi una fiesta. Se reunían en mi casa varias familias de vecinos porque se necesitaba mucha ayuda. Los hombres despedazaban el cochino y las mujeres preparaban los embutidos. La carne se salaba para conservarla, porque no había frigorífico. En unos lebrillos grandes, hacíamos la masa de los chorizos. Con ayuda de embudos, metíamos esa masa en tripas a las que hacíamos agujeros con un alfiler para sacarles el aire. Luego se dejaban colgando de los techos.

- Posteriormente volvisteis a Arcos de Frontera..
- Nacida ya mi hermana Mercedes, volvimos a Arcos. Vivimos en una casa que estaba en la parte baja del pueblo. Era bonita también, aunque no fuera tan grande como la de los marqueses. Estaba metida en la pendiente de la montaña y tenía dos alturas, de manera que se podía entrar por una calle y salir por otra, pero subiendo o bajando escaleras. En la planta de abajo estaban la cuadra y la cocina y arriba, los dormitorios. En esa cuadra tuvimos un poni que mi padre le compró a mi hermano. Como te conté, mi padre siempre tenía morriña por Huelva, así que, cada vez que podíamos, íbamos para allá, unas veces a vivir y otras, a ver a la familia. Cuando íbamos de visita, nos quedábamos en casa de mi abuela Mercedes, que trabajaba de lavandera en una clínica de Huelva. Era una casa pequeña, con dos habitaciones, una para ella y la otra, para todos nosotros.

- ¿Tu abuela paterna se quedaba también allí?
- Ella se quedaba en casa de mi tío Manolo, su hijo. Así pasamos los veranos cuando estábamos viviendo fuera. Nos encantaba bañarnos en el balneario de la Punta del Sebo, en la ría de Huelva. Era precioso, todo hecho de madera y, muy cerca, había un puente de hierro hecho por el mismo señor que hizo, en Francia, la torre Eiffel. Ese puente servía para cargar los barcos con el mineral que traían los trenes que llegaban de la sierra de Huelva, donde los ingleses tenían las minas, allá por la parte de Riotinto.

- ¿Qué hacíais con el poni cuando os ibais de veraneo?
- En aquella casa de Arcos no había caseros. Tampoco teníamos a nadie a quien pedirle el favor de que nos lo cuidara. Así que aquel verano le dejamos agua y comida en abundancia porque no íbamos a estar mucho tiempo fuera. Pero, estando en Huelva, a mi padre le dio un dolor de apendicitis y lo tuvieron que operar (precisamente en la clínica donde trabajaba mi abuela). El caso es que tardamos más de lo previsto y el pobre animal, mira cómo andaría de agobiado, que, cuando volvimos y le abrimos la puerta de la cuadra, salió corriendo y ya no volvimos a verlo nunca más.

- Hemos hablado del nacimiento de tus hermanos. Nos queda el tuyo.
- Nací el dos de abril de 1918. Vine al mundo con mucha dificultad y parece que ese ha sido, en parte, el sino de mi vida. Fueron a avisar a mi padre a los bomberos de Huelva, que era donde estaba trabajando en aquel entonces. Don José Quintero, amigo y cliente de mi padre, fue el médico que atendió el parto en nuestra casa de la calle La Fuente. Eso fue lo único que supe acerca de mi nacimiento durante muchos años...

- Entonces, ¿pasó algo más cuando naciste?
- Estando ya casada, y al año de morir mi marido, vivía en Sevilla con mis hijos y mi padre en la calle Jáuregui, cerca de la Puerta Osario. Mi padre volvía del rastro de El Jueves que ponían en la calle Feria. La mala suerte hizo que lo atropellara un coche y le golpeara el pecho. Siempre me he preguntado cómo pudo alcanzarle el pecho aquel coche. Seguramente se salió de la carretera y se subió a la acera por donde iba él. Le tuvieron que hacer un neumotórax y estuvo un año muy mal hasta que falleció. Pero antes de morir me dijo: "Mira hija, tengo algo en mi conciencia que me ha atormentado toda la vida, cada vez que te miro". Yo le dije: "Papá, no me asuste. Usted siempre ha sido una persona buena". Él prosiguió: "Te voy a contar algo por lo que quiero pedirte perdón: cuando fuiste a nacer, don José Quintero me llevó aparte y me dijo: «Juan, lo siento; el parto viene mal. Tienes que escoger entre tu mujer y tu hija. Sólo puedo salvar una». Y yo, sin pensarlo, le contesté: «La madre. Sálvela a ella, porque, si se va, se derrumba mi casa y mi vida. Somos jóvenes y podemos tener más niños, pero mujer como la mía no voy a encontrar»".

- Te sentirías muy triste...
- Aún me da mucha pena pensar que mi padre, un hombre tan bueno, hubiera tenido tanto tiempo ese sufrimiento; pero me reconforta saber que se marchó en paz. Ojalá me lo hubiera dicho antes porque, sin duda, yo siempre le hubiera comprendido y perdonado.

© Francisca González Campos
© Selene Garrido Guil

3 de diciembre de 2014

Aprendiendo a cocinar

© Francisca González Campos
Siempre que entro en casa de la bisabuela, si está cercana la hora de comer, huele de maravilla. La bisabuela es una gran cocinera.
Hoy vamos a hablar de cómo, cuándo y de quiénes aprendió este arte.


- ¿Quién te enseñó a cocinar tan bien?
- Con nueve o diez años, ya estaba junto a mi madre en la cocina. Ella me iba explicando muchas cosas. También aprendí de mi tía Rita, de mi tía Paulina y de mi madrastra.

- ¿A qué edad empezaste a estar entre fogones?
- Empecé a los doce años. No hubo más remedio porque al quedarse mi madre paralítica, tuve que hacerme cargo de ella, de mi padre, de mi hermana y de mi hermano.

- ¿Ya no estaba con vosotros tu abuela, el ama de llaves de la que hablamos ayer?
- No. La abuela Francisca ya había muerto años atrás en Arcos de la Frontera.

- Entonces, tu madre tuvo el accidente viviendo ya en Huelva.
- Si, en aquella época vivíamos en una casa en La Joya. La tarde en que se cayó, bajaba de la azotea cargada de ropa del tendedero. Las escaleras no tenían barandilla y mi hermano Domingo lloraba por merendar. Ella quiso apresurarse pero se conoce que, o bien se enredó con las sábanas, o bien se tropezó con los tacones (había llegado arreglada de la calle). Se precipitó, por el lado de la escalera, al suelo del patio, golpeándose la columna. En aquel momento se levantó dolorida y no parecía grave. Pero, poco a poco, se le empezó a paralizar el cuerpo. La primera vez que nos dimos cuenta fue en la Plaza de San Pedro: le fallaron las piernas y no podía levantarse del suelo. Tuvimos que pedir ayuda. Luego, perdió la movilidad de los brazos y a partir de ahí, cada vez fue a peor.

- ¿Y fue entonces cuando tuviste que hacerte cargo de la cocina?
- De la cocina y de todas las cosas de la casa. Lo primero que lavé fueron unos pantalones para mi padre. Para plancharlos, él se puso a mi lado y me fue explicando cómo hacerlo. Luego, orgulloso, se los enseño a todos sus amigos. Yo ya sabía coser a máquina porque, con nueve años, me enseñó la maestra del colegio. Recuerdo que lo primero que hice fue una combinación para mi hermana Mercedes. Yo era una niña lista. Cada vez que venían los inspectores, siempre me elegían a mí para hablar. Una vez tuve que explicar el funcionamiento del corazón y lo hice estupendamente.

- Pero todo ese trabajo era mucha carga para una niña tan pequeña.
- Claro, por eso nos mudamos a la calle Miguel Redondo, a la casa de mi tía Rita. Precisamente con ella aprendí a hacer mis primeras tortillas de patatas. Luego, con mis primas, que eran mayores que yo, aprendí a hacer cocidos, frituras de pescado y dulces (pestiños, rosquillas, torrijas...). Mis primas eran muy cariñosas y aquel aprendizaje lo recuerdo como un juego.

- ¿De quién era hermana Rita?
- Era hermana de mi madre. Estaban: Carmen, María (que era ama de llaves de Mora Claros), Antonio, Pepe y Paco.

- También me has hablado de tu tía Paulina. ¿Quién era?
- Era una hermana de mi padre que se había quedado viuda con tres hijos (Eduarda, Carmela y Pepe). Al morir mi madre, nos fuimos a vivir con ella a la calle Alfonso XII. Era una mujer de estudios y trabajaba de telegrafista. Estuvo un tiempo destinada a Telégrafos de Bollullos del Condado (Huelva). Era toda una señora; siempre iba elegante y olía muy bien.

- ¿Tu tía Paulina también te enseñó a guisar?
- Era la que más me enseñó. A pesar de venir de buena familia, sabía cocinar muy bien. Siempre estaba metida en la cocina con las criadas, porque le gustaba que las cosas se hicieran a su manera. También me enseñaron sus hijas, que eran más mayores que yo.

- Por último, has nombrado a tu madrastra.
- Sí. Teniendo yo catorce o quince años, mi padre se casó con doña Josefa.

- ¿Le llamabas doña Josefa?
- Todos teníamos que llamarla así. Enseñaba en 'la miga'. Los niños que no podían ir a los colegios nacionales iban a este tipo de escuelas que estaban en la propia vivienda de la maestra.

- ¿Una vez que llegó doña Josefa, seguisteis viviendo con la tía Paulina?
- Entonces nos mudamos a vivir a la casa de mi madrastra, que era donde tenía la miga. Mi hermana Mercedes le ayudaba a dar las clases. Y yo empecé a bordar para mi dote, porque ya le hablaba al bisabuelo. De hecho, a mi madre le dio tiempo a conocerlo, aunque ya estaba postrada en un sillón (no había silla de ruedas). 

- ¿Recuerdas alguna de tus primeras recetas?
- Te contaré una muy sencilla, la del bizcocho. Se pesan los huevos. La mitad del peso de los huevos se pesa en harina y el doble, en azúcar. Se baten las claras sin parar, hasta que estén a punto de nieve y entonces se echan las yemas muy batidas. Cuando todo está bien mezclado, se añade limón rallado y un poquito de canela. Luego, poco a poco la harina y, a continuación, el azúcar. Esta masa se vierte en un molde que antes se ha untado con mantequilla. Y se mete al horno a unos 180 grados, una media hora. Con una aguja de hacer punto se va comprobando que por dentro esté cuajado y por fuera, dorado. Así de fácil.

© Francisca González Campos
© Selene Garrido Guil

2 de diciembre de 2014

Mi padre

© Francisca González Campos
Ayer la bisabuela me contaba con emoción lo mucho que se acordaba de su padre y lo importante que fue para ella. Hoy vamos a profundizar sobre él.



- ¿Tu padre era de Huelva?
- Sí. Era familia de los García Ramos.

- Háblame de él.
- Se llamaba Juan González Hidalgo. Era mecánico. Hablaba inglés y francés. De muchacho fue a África a servir al ejército. A mis hermanos y a mí nos encantaba escucharle hablar del desierto, de la arena y de las caravanas de beduinos. Hasta me acuerdo de este nombre: 'Abd el-Krim'.

- ¿Y quién era ese señor?
- ¡Huy! Era el cabecilla de los moros, un hombre muy malvado. Mi padre decía que se escondía debajo de las arenas como las serpientes.

- ¿Hasta cuándo estuvo tu padre en África?
- Hasta que murió su padre. Su madre entonces lo reclamó para que lo trajeran de nuevo a España. De ahí se fue a Francia a aprender el oficio de mecánico.

- ¿Mecánico de coches?
- Mecánico de motores: de coches, de camiones, de aviones... Él mismo fabricaba las piezas. Cuando la Guerra Civil no había otra forma de conseguir repuestos porque España estaba aislada. No teníamos ni siquiera comida.

- ¿Dónde trabajaba de mecánico?
- En muchos sitios; donde lo iban necesitando. Siempre estaba de allá para acá. Estuvo mucho en la parte de la campiña de Cádiz. De hecho, vivimos un tiempo en Villamartín, en Bornos, en Ubrique y en Arcos de la Frontera. Cuando sentía morriña por Huelva, volvía y no tenía problemas en encontrar de nuevo 'colocación'. En Huelva, cerca de la plaza Niña, tenía el 'Garaje Moderno', con varios muchachos a su cargo. Era un hombre muy apreciado porque era bueno y tratable y, sobre todo, era muy 'señorito'.

- ¿Qué es 'ser señorito'?
- Esta palabra, antiguamente, tenía mucha importancia porque se decía así de la gente que tenía buen porte y elegancia en el trato. Mi padre venía de buena familia: su padre fue director de la Escuela de Arte y Oficios de Huelva. Como buen señorito, tenía por regla no llevar paquetes en la mano. Iba al trabajo arreglado como si fuera a bailar a un salón. Luego se ponía su mono de trabajo y, al terminar de faenar debajo de los coches del taller, se lavaba, se quitaba la grasa y se volvía a arreglar para volver a casa. Yo le llevaba el café de la merienda porque vivíamos cerca del taller, en la calle Alfonso XII.

- Me comentaste un día algo de los bomberos...
- Sí, sí. Mi padre también trabajó como mecánico, con los bomberos de Huelva. Y además, con Pera Bayo, que era un señor que tenía camionetas. La gente las llamaba 'Los Amarillos'.

- En Huelva llaman 'camioneta' a un autobús. ¿Cierto?
- Eso es. Las camionetas de Los Amarillos llevaban a la gente a la Punta del Sebo, a bañarse. Allí había un balneario precioso, en plena ría.

- ¿Dices que tu padre también hablaba inglés?
- Claro, trabajó con los americanos en el aeropuerto de San Pablo de Sevilla, arreglando motores de aviones. Por cierto, también fue mecánico de don José Quintero, médico de la Gota de Leche de Huelva. En aquella época no había grandes hospitales. Huelva era una ciudad marinera pequeña. Los médicos iban a las casas.

- ¿Qué era la Gota de Leche?
- Era una casa donde se les daba leche a los bebés y niños pobres.

- ¿Fue en Huelva donde tu padre conoció a tu madre?
- Sí. Y cuando se fueron a casar, las muchachas decían "Manolilla Campos se casa con un señorito". Manolilla era una forma cariñosa que usaban sus compañeras del taller de costura. Pero ella se llamaba Manuela.

- ¿Tu madre era costurera?
- Cosía hasta que se casó. Trabajaba en una casa grande donde se hacía la ropa a medida: antes la ropa era artesanía. Mi madre, una vez que 'montó su casa', se llevó a su suegra como ama de llaves.

- ¿Como ama de llaves? 
- Claro, mi abuela Francisca era viuda y lo normal es que su hijo, al casarse, no la dejara sola. Ella era la que mandaba en la casa, la que disponía del dinero y hasta decidía lo que se comía cada día. Tenía una muchacha de niñera para cuidar de nosotros, los nietos. Antes, esto de las amas de llaves, era muy común.

© Francisca González Campos
© Selene Garrido Guil

1 de diciembre de 2014

Ordenando los primeros pensamientos

© Francisca González Campos
Qué frío hace en la calle y qué calentito se está alrededor de la mesa de camilla. Hoy empezamos este blog. La bisabuela está un poco emocionada. Quizá hay algo de miedo a mostrarse cual es y quizá hay algo de alivio de sentirse escuchada. Le dejo tomarse su tiempo.


- ¿Cómo te encuentras hoy?
- Hoy me he levantado con el corazón triste. Me siento tantas veces sola… No sé si mis pensamientos molestarán o importarán a alguien.

- De eso no te preocupes. Estas cosas las vamos a escribir para nosotras y para quien quiera leerlas.
- Me acuerdo mucho de mi padre que, después de mi marido, era la persona que más quería del mundo. Uno y otro se marcharon con tan sólo un año de diferencia.

- ¿Y tu madre?
- Tuve la desgracia de perder a mi madre cuando yo tenía doce años. Se cayó por unas escaleras y perdió el hablar y el andar. Entonces cuidé de ella, de mi padre y de mis dos hermanos -de nueve y cinco años-. Mi madre se quedó paralítica en un sillón y, a los dos años del accidente, falleció.

- ¿Qué edad tenías cuando perdiste a tu marido?
- Tenía treinta y cinco. Me quedé sola con cinco hijos, dos hembras y tres varones. Pasé más de tres años llorando 'en un pozo sin luz'. Sólo quería que Dios me lo devolviera.

- ¿Qué edad tenían los niños en aquel entonces?
- El más pequeño tenía ocho meses y el mayor, once años. A mi hija mayor, con nueve años, la metí interna en un colegio de monjas. A la madre superiora le pregunté: “¿Qué va a ser de mi vida?” Y ella me respondió “No te preocupes que Dios te ayudará. Llámalo, que Él te escucha”. Así lo hice y así fue.

© Francisca González Campos
© Selene Garrido Guil