7 de diciembre de 2014

Mi nacimiento

© Francisca González Campos
Retomando la conversación acerca de su padre, hoy vamos a hablar del tiempo en que la bisabuela estuvo viviendo, de pequeña, en varios pueblos de Cádiz. También sobre el nacimiento de ella y sus dos hermanos.


- ¿Por dónde quieres que empecemos?
- Por la boda de mis padres.

- ¿Dónde se casaron?
- Se casaron en Huelva. Según me dijeron ellos, fue una boda bonita pero sencilla, porque estaban de luto: se había muerto el padre de mi padre.

- ¿Dónde vivieron entonces?
- Primero se fueron a la calle La Fuente de Huelva. Cuando yo daba ya mis primeros pasos, nos trasladamos a Arcos de la Frontera, en la provincia de Cádiz. Mi padre encontró allí trabajo para arreglar autobuses. En aquellos pueblos gaditanos, ese era el único medio de transporte porque no había ni trenes ni taxis. Primero nos alojamos en un hotel que daba a una plaza. Desde el piso más alto se podía ver la lejanía, porque Arcos está situado en la cima de una montaña. Es un pueblo precioso.

- ¿Estuvisteis mucho tiempo en aquel hotel?
- Sólo hasta que encontramos una casa. Pertenecía a unos marqueses que se habían marchado del pueblo pero que habían dejado viviendo allí a un matrimonio para que la cuidara. Eran los caseros. Estaba en la calle de la Corredera. Había un escudo en la fachada, un patio a la entrada, puertas de hierro forjado, un pozo, un tragaluz y caballerizas. ¿Tú sabes que allí había fantasmas?

- ¿Fantasmas? ¿En la casa o en el pueblo?
- En el pueblo. Verás: antiguamente a las doce de la noche, toda la gente de Arcos tenía que estar recogida en sus casas. Había unas personas que se vestían con una túnica blanca y una capucha, también blanca, terminada en punta caída hacia atrás, que cubría la cara menos los ojos (como esas del Ku Klux Klan). Salían de noche y llevaban antorchas y campanillas. La gente les tenía miedo y ponía sal en la puerta de su casa, para que no pasaran por allí esos ‘fantasmas’.

- Allí vivíais con tu abuela, aquella que ejercía de ama de llaves. ¿Era cariñosa contigo?
- Mi abuela Francisca era muy estricta. Una vez, mi madre salió a comprar telas con una amiga y, mientras, yo me quedé en casa de esa amiga, a jugar con su hija. Al cabo de poco, mi abuela mandó a la criada para que me llevara de regreso a casa. Yo me negué porque quería esperar allí a mi madre. Entonces la abuela hizo volver a la criada para llevarme obligada. Llegué a mi casa lloriqueando, sin poder imaginar la desagradable sorpresa que me esperaba: había en el suelo, ante la puerta, una nutria muerta que el casero había cazado. Mi abuela me dijo que, por ser desobediente, tenía que pasar por encima del animal. Yo miraba con terror aquello, sin saber qué era, de hecho pensaba que era un perro. Y por más que lloré y pataleé, tuve que hacerlo. Cuando mi madre llegó a casa me encontró llorando sin consuelo. Y cuando intentó reprocharle a la abuela lo que había hecho, ella no mostró ni un atisbo de arrepentimiento porque pensaba que me lo merecía. Mi madre tuvo que callarse, ya que mi abuela tenía más poder en casa que ella.

- ¿En qué otros pueblos de Cádiz vivisteis?
- En Villamartín, en Bornos y en Ubrique. En Arcos vivimos tres veces, aunque en casas diferentes. Cuando a mi padre le llegaba un telegrama reclamándolo para trabajar en un lado o en otro, hacíamos las maletas y toda la familia nos íbamos con él. La última vez que estuvimos en Arcos ya había nacido mi hermana Mercedes y yo tendría cinco o seis años.

- ¿Dónde nació Mercedes?
- Ella nació en Huelva, en el paseo de Chocolate. Yo me llevo dos años con mi hermano Domingo y él, dos años con ella.

- ¿Y dónde nació Domingo?
- En Villamartín, que fue el siguiente pueblo de Cádiz al que nos fuimos a vivir después de Arcos de la Frontera. Mi madre se quedó embarazada de él allí y allí lo tuvo. Era rubio y con ojos azules, como mi padre y como yo. Sin embargo, Mercedes nació muy morena, como mi madre. Mi padre se burlaba de ella diciéndole: "Yo no soy tu padre; tu padre es Juanillo el gitano".

- ¿Y existía 'Juanillo el gitano'?
- Juan era un gitano que vivía con su mujer en Arcos de la Frontera. Mi padre le compraba muchas herramientas. Hacía negocios con otros gitanos, de los errantes que llegaban al pueblo.

- ¿Qué tipo de negocios hacían los gitanos en aquel entonces?
- Vivían, sobre todo, de los caballos. Tengo buenos recuerdos de los gitanos que venían a Villamartín una vez al año. Llegaban en verano, en carros, y cuando apretaba mucho el frío, se marchaban a otros pueblos. Dormían a la intemperie, sobre colchonetas que echaban al suelo. Hacían hogueras y guisaban sobre trébedes. Cazaban conejos, que había muchos por aquella sierra. Y cogían fruta... Un poco a libre albedrío. Mis amigas y yo nos poníamos muy contentas cuando llegaban. Decíamos: "¡Ya han llegado los zíngaros!".

- ¿Qué tenían de especial los zíngaros?
- Alegraban en pueblo. Cantaban, bailaban y rezaban a la virgen. No me cansaba de observarlos. Les gustaba arreglarse y adornarse. Las muchachas solteras se ponían una especie de corona con medallas por la frente y flores del campo en el pelo. Llevaban medallas colgadas del cuello y también pulseras. Para congraciarnos con ellos, les llevábamos castañas y bellotas, y se ponían muy contentos.

- Si en Villamartín nació tu hermano, al llegar allí, tendrías unos dos años.
- Más o menos. Mis padres me pusieron en el colegio de las Hermanas de la Caridad y, el día de La Milagrosa, salí en la procesión, sentada junto a la virgen, vestida de angelito con varias niñas de igual guisa que yo. En Villamartín tenía muchas amigas con las que pasaba mucho tiempo. Jugábamos a la rueda, todas cogidas de la mano, y nos gustaba cantar. Fue una época muy bonita. Se hacían dos matanzas al año.

- ¿En qué consistía una matanza?
- Una matanza era casi una fiesta. Se reunían en mi casa varias familias de vecinos porque se necesitaba mucha ayuda. Los hombres despedazaban el cochino y las mujeres preparaban los embutidos. La carne se salaba para conservarla, porque no había frigorífico. En unos lebrillos grandes, hacíamos la masa de los chorizos. Con ayuda de embudos, metíamos esa masa en tripas a las que hacíamos agujeros con un alfiler para sacarles el aire. Luego se dejaban colgando de los techos.

- Posteriormente volvisteis a Arcos de Frontera..
- Nacida ya mi hermana Mercedes, volvimos a Arcos. Vivimos en una casa que estaba en la parte baja del pueblo. Era bonita también, aunque no fuera tan grande como la de los marqueses. Estaba metida en la pendiente de la montaña y tenía dos alturas, de manera que se podía entrar por una calle y salir por otra, pero subiendo o bajando escaleras. En la planta de abajo estaban la cuadra y la cocina y arriba, los dormitorios. En esa cuadra tuvimos un poni que mi padre le compró a mi hermano. Como te conté, mi padre siempre tenía morriña por Huelva, así que, cada vez que podíamos, íbamos para allá, unas veces a vivir y otras, a ver a la familia. Cuando íbamos de visita, nos quedábamos en casa de mi abuela Mercedes, que trabajaba de lavandera en una clínica de Huelva. Era una casa pequeña, con dos habitaciones, una para ella y la otra, para todos nosotros.

- ¿Tu abuela paterna se quedaba también allí?
- Ella se quedaba en casa de mi tío Manolo, su hijo. Así pasamos los veranos cuando estábamos viviendo fuera. Nos encantaba bañarnos en el balneario de la Punta del Sebo, en la ría de Huelva. Era precioso, todo hecho de madera y, muy cerca, había un puente de hierro hecho por el mismo señor que hizo, en Francia, la torre Eiffel. Ese puente servía para cargar los barcos con el mineral que traían los trenes que llegaban de la sierra de Huelva, donde los ingleses tenían las minas, allá por la parte de Riotinto.

- ¿Qué hacíais con el poni cuando os ibais de veraneo?
- En aquella casa de Arcos no había caseros. Tampoco teníamos a nadie a quien pedirle el favor de que nos lo cuidara. Así que aquel verano le dejamos agua y comida en abundancia porque no íbamos a estar mucho tiempo fuera. Pero, estando en Huelva, a mi padre le dio un dolor de apendicitis y lo tuvieron que operar (precisamente en la clínica donde trabajaba mi abuela). El caso es que tardamos más de lo previsto y el pobre animal, mira cómo andaría de agobiado, que, cuando volvimos y le abrimos la puerta de la cuadra, salió corriendo y ya no volvimos a verlo nunca más.

- Hemos hablado del nacimiento de tus hermanos. Nos queda el tuyo.
- Nací el dos de abril de 1918. Vine al mundo con mucha dificultad y parece que ese ha sido, en parte, el sino de mi vida. Fueron a avisar a mi padre a los bomberos de Huelva, que era donde estaba trabajando en aquel entonces. Don José Quintero, amigo y cliente de mi padre, fue el médico que atendió el parto en nuestra casa de la calle La Fuente. Eso fue lo único que supe acerca de mi nacimiento durante muchos años...

- Entonces, ¿pasó algo más cuando naciste?
- Estando ya casada, y al año de morir mi marido, vivía en Sevilla con mis hijos y mi padre en la calle Jáuregui, cerca de la Puerta Osario. Mi padre volvía del rastro de El Jueves que ponían en la calle Feria. La mala suerte hizo que lo atropellara un coche y le golpeara el pecho. Siempre me he preguntado cómo pudo alcanzarle el pecho aquel coche. Seguramente se salió de la carretera y se subió a la acera por donde iba él. Le tuvieron que hacer un neumotórax y estuvo un año muy mal hasta que falleció. Pero antes de morir me dijo: "Mira hija, tengo algo en mi conciencia que me ha atormentado toda la vida, cada vez que te miro". Yo le dije: "Papá, no me asuste. Usted siempre ha sido una persona buena". Él prosiguió: "Te voy a contar algo por lo que quiero pedirte perdón: cuando fuiste a nacer, don José Quintero me llevó aparte y me dijo: «Juan, lo siento; el parto viene mal. Tienes que escoger entre tu mujer y tu hija. Sólo puedo salvar una». Y yo, sin pensarlo, le contesté: «La madre. Sálvela a ella, porque, si se va, se derrumba mi casa y mi vida. Somos jóvenes y podemos tener más niños, pero mujer como la mía no voy a encontrar»".

- Te sentirías muy triste...
- Aún me da mucha pena pensar que mi padre, un hombre tan bueno, hubiera tenido tanto tiempo ese sufrimiento; pero me reconforta saber que se marchó en paz. Ojalá me lo hubiera dicho antes porque, sin duda, yo siempre le hubiera comprendido y perdonado.

© Francisca González Campos
© Selene Garrido Guil

3 de diciembre de 2014

Aprendiendo a cocinar

© Francisca González Campos
Siempre que entro en casa de la bisabuela, si está cercana la hora de comer, huele de maravilla. La bisabuela es una gran cocinera.
Hoy vamos a hablar de cómo, cuándo y de quiénes aprendió este arte.


- ¿Quién te enseñó a cocinar tan bien?
- Con nueve o diez años, ya estaba junto a mi madre en la cocina. Ella me iba explicando muchas cosas. También aprendí de mi tía Rita, de mi tía Paulina y de mi madrastra.

- ¿A qué edad empezaste a estar entre fogones?
- Empecé a los doce años. No hubo más remedio porque al quedarse mi madre paralítica, tuve que hacerme cargo de ella, de mi padre, de mi hermana y de mi hermano.

- ¿Ya no estaba con vosotros tu abuela, el ama de llaves de la que hablamos ayer?
- No. La abuela Francisca ya había muerto años atrás en Arcos de la Frontera.

- Entonces, tu madre tuvo el accidente viviendo ya en Huelva.
- Si, en aquella época vivíamos en una casa en La Joya. La tarde en que se cayó, bajaba de la azotea cargada de ropa del tendedero. Las escaleras no tenían barandilla y mi hermano Domingo lloraba por merendar. Ella quiso apresurarse pero se conoce que, o bien se enredó con las sábanas, o bien se tropezó con los tacones (había llegado arreglada de la calle). Se precipitó, por el lado de la escalera, al suelo del patio, golpeándose la columna. En aquel momento se levantó dolorida y no parecía grave. Pero, poco a poco, se le empezó a paralizar el cuerpo. La primera vez que nos dimos cuenta fue en la Plaza de San Pedro: le fallaron las piernas y no podía levantarse del suelo. Tuvimos que pedir ayuda. Luego, perdió la movilidad de los brazos y a partir de ahí, cada vez fue a peor.

- ¿Y fue entonces cuando tuviste que hacerte cargo de la cocina?
- De la cocina y de todas las cosas de la casa. Lo primero que lavé fueron unos pantalones para mi padre. Para plancharlos, él se puso a mi lado y me fue explicando cómo hacerlo. Luego, orgulloso, se los enseño a todos sus amigos. Yo ya sabía coser a máquina porque, con nueve años, me enseñó la maestra del colegio. Recuerdo que lo primero que hice fue una combinación para mi hermana Mercedes. Yo era una niña lista. Cada vez que venían los inspectores, siempre me elegían a mí para hablar. Una vez tuve que explicar el funcionamiento del corazón y lo hice estupendamente.

- Pero todo ese trabajo era mucha carga para una niña tan pequeña.
- Claro, por eso nos mudamos a la calle Miguel Redondo, a la casa de mi tía Rita. Precisamente con ella aprendí a hacer mis primeras tortillas de patatas. Luego, con mis primas, que eran mayores que yo, aprendí a hacer cocidos, frituras de pescado y dulces (pestiños, rosquillas, torrijas...). Mis primas eran muy cariñosas y aquel aprendizaje lo recuerdo como un juego.

- ¿De quién era hermana Rita?
- Era hermana de mi madre. Estaban: Carmen, María (que era ama de llaves de Mora Claros), Antonio, Pepe y Paco.

- También me has hablado de tu tía Paulina. ¿Quién era?
- Era una hermana de mi padre que se había quedado viuda con tres hijos (Eduarda, Carmela y Pepe). Al morir mi madre, nos fuimos a vivir con ella a la calle Alfonso XII. Era una mujer de estudios y trabajaba de telegrafista. Estuvo un tiempo destinada a Telégrafos de Bollullos del Condado (Huelva). Era toda una señora; siempre iba elegante y olía muy bien.

- ¿Tu tía Paulina también te enseñó a guisar?
- Era la que más me enseñó. A pesar de venir de buena familia, sabía cocinar muy bien. Siempre estaba metida en la cocina con las criadas, porque le gustaba que las cosas se hicieran a su manera. También me enseñaron sus hijas, que eran más mayores que yo.

- Por último, has nombrado a tu madrastra.
- Sí. Teniendo yo catorce o quince años, mi padre se casó con doña Josefa.

- ¿Le llamabas doña Josefa?
- Todos teníamos que llamarla así. Enseñaba en 'la miga'. Los niños que no podían ir a los colegios nacionales iban a este tipo de escuelas que estaban en la propia vivienda de la maestra.

- ¿Una vez que llegó doña Josefa, seguisteis viviendo con la tía Paulina?
- Entonces nos mudamos a vivir a la casa de mi madrastra, que era donde tenía la miga. Mi hermana Mercedes le ayudaba a dar las clases. Y yo empecé a bordar para mi dote, porque ya le hablaba al bisabuelo. De hecho, a mi madre le dio tiempo a conocerlo, aunque ya estaba postrada en un sillón (no había silla de ruedas). 

- ¿Recuerdas alguna de tus primeras recetas?
- Te contaré una muy sencilla, la del bizcocho. Se pesan los huevos. La mitad del peso de los huevos se pesa en harina y el doble, en azúcar. Se baten las claras sin parar, hasta que estén a punto de nieve y entonces se echan las yemas muy batidas. Cuando todo está bien mezclado, se añade limón rallado y un poquito de canela. Luego, poco a poco la harina y, a continuación, el azúcar. Esta masa se vierte en un molde que antes se ha untado con mantequilla. Y se mete al horno a unos 180 grados, una media hora. Con una aguja de hacer punto se va comprobando que por dentro esté cuajado y por fuera, dorado. Así de fácil.

© Francisca González Campos
© Selene Garrido Guil

2 de diciembre de 2014

Mi padre

© Francisca González Campos
Ayer la bisabuela me contaba con emoción lo mucho que se acordaba de su padre y lo importante que fue para ella. Hoy vamos a profundizar sobre él.



- ¿Tu padre era de Huelva?
- Sí. Era familia de los García Ramos.

- Háblame de él.
- Se llamaba Juan González Hidalgo. Era mecánico. Hablaba inglés y francés. De muchacho fue a África a servir al ejército. A mis hermanos y a mí nos encantaba escucharle hablar del desierto, de la arena y de las caravanas de beduinos. Hasta me acuerdo de este nombre: 'Abd el-Krim'.

- ¿Y quién era ese señor?
- ¡Huy! Era el cabecilla de los moros, un hombre muy malvado. Mi padre decía que se escondía debajo de las arenas como las serpientes.

- ¿Hasta cuándo estuvo tu padre en África?
- Hasta que murió su padre. Su madre entonces lo reclamó para que lo trajeran de nuevo a España. De ahí se fue a Francia a aprender el oficio de mecánico.

- ¿Mecánico de coches?
- Mecánico de motores: de coches, de camiones, de aviones... Él mismo fabricaba las piezas. Cuando la Guerra Civil no había otra forma de conseguir repuestos porque España estaba aislada. No teníamos ni siquiera comida.

- ¿Dónde trabajaba de mecánico?
- En muchos sitios; donde lo iban necesitando. Siempre estaba de allá para acá. Estuvo mucho en la parte de la campiña de Cádiz. De hecho, vivimos un tiempo en Villamartín, en Bornos, en Ubrique y en Arcos de la Frontera. Cuando sentía morriña por Huelva, volvía y no tenía problemas en encontrar de nuevo 'colocación'. En Huelva, cerca de la plaza Niña, tenía el 'Garaje Moderno', con varios muchachos a su cargo. Era un hombre muy apreciado porque era bueno y tratable y, sobre todo, era muy 'señorito'.

- ¿Qué es 'ser señorito'?
- Esta palabra, antiguamente, tenía mucha importancia porque se decía así de la gente que tenía buen porte y elegancia en el trato. Mi padre venía de buena familia: su padre fue director de la Escuela de Arte y Oficios de Huelva. Como buen señorito, tenía por regla no llevar paquetes en la mano. Iba al trabajo arreglado como si fuera a bailar a un salón. Luego se ponía su mono de trabajo y, al terminar de faenar debajo de los coches del taller, se lavaba, se quitaba la grasa y se volvía a arreglar para volver a casa. Yo le llevaba el café de la merienda porque vivíamos cerca del taller, en la calle Alfonso XII.

- Me comentaste un día algo de los bomberos...
- Sí, sí. Mi padre también trabajó como mecánico, con los bomberos de Huelva. Y además, con Pera Bayo, que era un señor que tenía camionetas. La gente las llamaba 'Los Amarillos'.

- En Huelva llaman 'camioneta' a un autobús. ¿Cierto?
- Eso es. Las camionetas de Los Amarillos llevaban a la gente a la Punta del Sebo, a bañarse. Allí había un balneario precioso, en plena ría.

- ¿Dices que tu padre también hablaba inglés?
- Claro, trabajó con los americanos en el aeropuerto de San Pablo de Sevilla, arreglando motores de aviones. Por cierto, también fue mecánico de don José Quintero, médico de la Gota de Leche de Huelva. En aquella época no había grandes hospitales. Huelva era una ciudad marinera pequeña. Los médicos iban a las casas.

- ¿Qué era la Gota de Leche?
- Era una casa donde se les daba leche a los bebés y niños pobres.

- ¿Fue en Huelva donde tu padre conoció a tu madre?
- Sí. Y cuando se fueron a casar, las muchachas decían "Manolilla Campos se casa con un señorito". Manolilla era una forma cariñosa que usaban sus compañeras del taller de costura. Pero ella se llamaba Manuela.

- ¿Tu madre era costurera?
- Cosía hasta que se casó. Trabajaba en una casa grande donde se hacía la ropa a medida: antes la ropa era artesanía. Mi madre, una vez que 'montó su casa', se llevó a su suegra como ama de llaves.

- ¿Como ama de llaves? 
- Claro, mi abuela Francisca era viuda y lo normal es que su hijo, al casarse, no la dejara sola. Ella era la que mandaba en la casa, la que disponía del dinero y hasta decidía lo que se comía cada día. Tenía una muchacha de niñera para cuidar de nosotros, los nietos. Antes, esto de las amas de llaves, era muy común.

© Francisca González Campos
© Selene Garrido Guil

1 de diciembre de 2014

Ordenando los primeros pensamientos

© Francisca González Campos
Qué frío hace en la calle y qué calentito se está alrededor de la mesa de camilla. Hoy empezamos este blog. La bisabuela está un poco emocionada. Quizá hay algo de miedo a mostrarse cual es y quizá hay algo de alivio de sentirse escuchada. Le dejo tomarse su tiempo.


- ¿Cómo te encuentras hoy?
- Hoy me he levantado con el corazón triste. Me siento tantas veces sola… No sé si mis pensamientos molestarán o importarán a alguien.

- De eso no te preocupes. Estas cosas las vamos a escribir para nosotras y para quien quiera leerlas.
- Me acuerdo mucho de mi padre que, después de mi marido, era la persona que más quería del mundo. Uno y otro se marcharon con tan sólo un año de diferencia.

- ¿Y tu madre?
- Tuve la desgracia de perder a mi madre cuando yo tenía doce años. Se cayó por unas escaleras y perdió el hablar y el andar. Entonces cuidé de ella, de mi padre y de mis dos hermanos -de nueve y cinco años-. Mi madre se quedó paralítica en un sillón y, a los dos años del accidente, falleció.

- ¿Qué edad tenías cuando perdiste a tu marido?
- Tenía treinta y cinco. Me quedé sola con cinco hijos, dos hembras y tres varones. Pasé más de tres años llorando 'en un pozo sin luz'. Sólo quería que Dios me lo devolviera.

- ¿Qué edad tenían los niños en aquel entonces?
- El más pequeño tenía ocho meses y el mayor, once años. A mi hija mayor, con nueve años, la metí interna en un colegio de monjas. A la madre superiora le pregunté: “¿Qué va a ser de mi vida?” Y ella me respondió “No te preocupes que Dios te ayudará. Llámalo, que Él te escucha”. Así lo hice y así fue.

© Francisca González Campos
© Selene Garrido Guil